sábado, 17 de julio de 2010

El trigo

Medio dormido, cansado y amodorrado por el calor, miraba por la ventana del tren. No se cansaba de ver ese paisaje, desde pequeño le había fascinado el campo en verano. Amarillo, agostado por el calor. Las pacas de trigo distribuidas casi de forma geométrica. El silencio, solo roto por las cigarras y el contraste verde de las encinas. La bruma, que aparecía sobre el asfalto de la carretera y le daba un aspecto fantasmagórico y parecía que el resto del camino, podía desvanecerse en cualquier momento o dar paso a otra dimensión.
Cuantas veces se había propuesto retomar la bici y recorrer las dehesas del pueblo, recorrer los caminos de tierra y pararse a ver el pasado y el futuro como cuando intentaba emular a Bernard Hinault por las carreteras que rodeaban al pueblo.
La imagen que veía desde el tren le retrotrajo hasta la niñez, cuando el verano se convierte en esa época en que tienes aún menos preocupaciones que el resto del año. Esa época en la que la mañana empezaba a una hora prudente y en la que tras un desayuno frugal salías a la calle en busca de tus amigos, para charlar a la sombra, dar una vuelta en bici o si había suerte ir a la piscina. La siesta era obligatoria. Siempre tras una serie que nos mantenía en silencio en las peores horas de la canícula ¿Cuantas veces hemos necesitado a KITT?¿Cuántas veces nos encantó que los planes salieran bien? o lo creyéramos o no estabamos volando con el Gran Heroe Americano.
Y tras la siesta, otra vuelta con los amigos, jugar al baloncesto, cenar, ducharte y volver a salir. Llegar a casa a las tantas, porque en verano estaba permitido.
Todos esos recuerdos se amontonaban alrededor de la ventana del tren, donde su mirada perdida buscaba la fauna que lo cautivó no siendo tan pequeño. Esa que le mostró Felix Rodríguez de la Fuente. Esa fauna escondida como el futuro que le esperaba.
¿Cuantas veces se preguntó como sería la vida unos años después?
Y una vez pasados esos años, seguía teniendo sueños, diferentes, pero llenos de esperanza. Aunque algunos eran completamente diferentes, otros no habían cambiado en su esencia. Ya no quería ser Bernard Hinault atacando en las archiconocidas curvas de Alpe d'huez. Ya no se preguntaba que quería ser de mayor, ahora la pregunta era cuándo sería mayor. Tantos años después, y se seguía viendo como aquel adolescente tímido que quiso convertirse en estrella del deporte. Ahora ya sabía cual era su profesión, aunque siguiera sintiendo curiosidad por multitud de temas. Sus anhelos habían tomado otras formas mas mundanas y no tan grandilocuentes. El amor, sin embargo, continuaba siendo una incógnita, se había convertido en la asignatura atragantada que esperaba a septiembre, solo que en la vida, el examen de recuperación no tiene fechas, el amor siempre había sido un enigma, incluso en los buenos tiempos.
Y absorto, llegó a la estación. Las estaciones siempre le habían parecido lugares llenos de vida, lugares rebosantes de sentimientos, y sobre todo de historias. De besos de madres que anhelan la vuelta del hijo, de besos de esposas y esposos que se reencuentran, de besos de novios y novias que se despiden, y que a pesar del amor, saben que las flechas de Cupido se rompen con la distancia. El bullicio de idas y venidas, las carreras de los jóvenes que inician sus vacaciones, la prisa del que va tarde a trabajar, la espera del que va a recoger a algún familiar o la soledad del que se despidió y aguarda la salida del tren. Las estaciones son las metáforas mas parecidas a la vida.
Y mientras pensaba todo eso, el tren detuvo su marcha, dando por acabado el viaje. Que comenzó de nuevo al poner el pie en el andén y le vino a la memoria el color dorado del trigo segado cada verano, como una alegoría de la vida misma.

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